Que el objetivo sea volvernos profesionales con apertura y personas con historias para contar.
“Es imposible”, “es difícil”, “es costoso”, decimos, cuando hablamos de estudiar en otro país. La palabra “universidad” proviene del latín universitas, y alude a la universalidad, a la totalidad, al conjunto de las cosas. ¿Por qué no pensar en la universalidad del conocimiento y en dar rienda suelta a nuestras expectativas?
Existen distintos países del mundo donde se ha naturalizado que los jóvenes se vayan de su país para comenzar una carrera o continuar con un posgrado, algo no tan usual en Argentina. Existen, también, muchas creencias que etiquetan estas posibilidades como lujos de privilegiados. ¿Son realmente “lujos”?
La gran mayoría de quienes decidimos estudiar en el exterior somos beneficiarios de becas porque no podemos costear los gastos. Tal vez lo que en Argentina se conoce como “beca” se relaciona más con una ayuda económica, teniendo en cuenta el carácter gratuito de nuestras universidades: al no pagar una matrícula ni costos de participación en un programa de estudios, las ayudas económicas son de menor valor. Una “beca completa” en otros países se refiere a cada gasto de un estudiante de cualquier nivel educativo: matrícula, estipendio mensual de manutención, alojamiento, traslados y seguro de salud. Los programas Fulbright para estudiar en Estados Unidos y los programas Erasmus Mundus para estudiar en Europa son dos de los más conocidos que brindan este tipo de becas, y promueven la participación de estudiantes internacionales.
No se trata de lujos, se trata de jóvenes que han sido seleccionados por su curriculum, por sus proyectos, por su desempeño académico, por sus calificaciones y por sus cartas de motivación para estudiar en otra institución.
El mejor aprendizaje que puede tener un ser humano es compartir espacios educativos con compañeros de distintos lugares del mundo. Creo que cada estudiante debería tener la experiencia de toparse con una persona que no sabe su mismo idioma y detenerse a pensar: “¿qué lengua hablará?”, “¿de dónde será?”, “¿qué dirá si le hago probar el mate?”. Si nos limitamos a nuestras propias costumbres y cotidianeidades seguramente nos perdamos de todo lo que el mundo tiene para ofrecernos.
El posgrado en el que fui seleccionada es un máster en Cultures Littéraires Européennes (Culturas Literarias Europeas), y se enmarca en el programa de Erasmus Mundus. Promueve justamente la noción de “internacionalización”. Los dos años de estudio proponen que cada estudiante seleccionado elija distintas universidades asociadas para cursar: Università di Bologna en Italia, Université de Strasbourg y Université de Haute-Alsace en Francia, University of Mumbai en la India, Universidade de Lisboa en Portugal, Russian State University for the Humanities en Rusia, entre otras.
Cuando elegí cursar en Bologna y en Strasbourg, comencé a ponerme en contacto con mis compañeros de cursada. La mayoría de ellos no son italianos ni franceses, sino que vienen de países como México, Colombia, Ucrania, Nigeria, Rusia o Brasil, y aunque hablemos español entre latinoamericanos, nuestras culturas y costumbres son diferentes.
Estudiar en el exterior es compartir, intercambiar, aprender a ser una familia: ninguno de nosotros pasa los veintitantos años, todos estamos lejos de casa, de nuestra “zona de confort” y cada uno tiene una historia diferente. Llega la hora entonces de la convivencia: compartir habitación, pasar nuestros cumpleaños juntos, ir a clases, salir a tomar algo, coordinar para ir al supermercado, estudiar juntos, intercambiar apuntes, pasar las fiestas de fin de año y, sobre todo, charlar: ¿qué nos pasa, qué sentimos, qué extrañamos?, porque no hay nadie que no pase por estas emociones cuando está estudiando en otro país, no hay nadie que no haya vivido en una residencia universitaria y que no haya escuchado de lejos a alguien diciendo “sí mamá, todo va bien, en un rato voy a clase, yo también tengo ganas de verte” en una videollamada. No existen lujos en esto.
Después de estudiar en otro país, cualquiera sea, nuestra perspectiva del mundo va a cambiar. Siempre van a volver a la memoria las comidas típicas que nos prepararon nuestros amigos, los chistes, las fotos mal sacadas, las anécdotas, los apuntes mal escritos en otro idioma, y cada momento que hayamos vivido juntos. La primera vez que hice un intercambio me hice muy amiga de una chica española, y ella, meses después de nuestra despedida y estando a miles de kilómetros, se conectó para ver mi defensa tesis cuando me recibí. Le mandé un mensaje: “no sabés cómo me gustaría que estés acá, hermana”. No hay mejor regalo que un amigo, y no hay mejor sensación que saber que alguien piensa en vos estando al otro lado del mundo.
Ser estudiante internacional es mucho más que estudiar en otro país: es adaptarte a la diversidad del mundo de manera real y tangible. Para empezar a vivir hay que salir de las teorías y tomar las oportunidades que se nos presenten.
Tener esta experiencia para nutrirnos a nosotros mismos como jóvenes y también para nutrir a nuestro país es una oportunidad digna de ser aprovechada: que el objetivo sea volvernos profesionales con apertura y personas con historias para contar.
Hay programas internacionales que duran un par de meses, hay otros que duran años, ¿por qué no animarse? Cada convocatoria se orienta desde diferentes parámetros: voluntariados, estudios académicos de todas las disciplinas, conocimiento de idiomas, entre tantos otros. Puede que debamos postularnos varias veces antes de ser seleccionados, pero todo es un aprendizaje, e inscribirse a una convocatoria no es una excepción. No hay una razón para no intentarlo.
Esta entrada ha sido publicada el 15 de agosto, 2021 08:00
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