El rumor llega y es contundente. En un boliche exclusivo de la Costanera, un lugar reservado para los sectores privilegiados de la Ciudad de Buenos Aires, la noche no sabe de barbijos, distancia social ni protocolos. La información es que allá se da un fenómeno que a esta altura no debería despertar mi interés, ni el de la persona que llegó con el dato. Y sin embargo, lo hace. Porque si algo caracterizó a la mayoría de las fiestas clandestinas que se dieron durante la pandemia, fue su carácter marginal, su desarticulación por parte de la policía y la réplica en los medios. Y este definitivamente no es el caso.
El lugar hace publicidad de sus noches en las redes, a la vista de todos, pero lo hace con sutil disimulo. “Te esperamos de jueves a sábados de 19 a 00 para pasarla bien”, dice el texto. Proponen una carta amplia y cara y muestran fotos de clientes pasando un buen rato dentro de un marco legal y regulado, con la necesaria habilitación municipal. A priori, pareciera estar lejos de la imagen construida alrededor de los encuentros masivos e ilegales durante la pandemia.
Si el rumor es cierto, se debate en un grupo reducido de periodistas, es necesario verlo. “Sacate una mesa para dos, andá con alguien y mirá todo lo que pasa”. Sin demasiadas vueltas, acepto ir al boliche y compruebo que, ya desde la reserva – que se realiza solamente por WhatsApp y de manera obligatoria -, la imagen que se vende públicamente en redes cambia.
Una mesa para dos personas cuesta 4 mil pesos. Para cuatro personas, 8 mil. Un box más exclusivo llega a los 25 mil. Se tiene que pagar sí o sí por adelantado, con mercado pago o transferencia. Pero el dato más importante es otro. En las condiciones de ingreso aclaran: “Está prohibido el uso de celulares, vamos a cuidar la privacidad de nuestros clientes y disfrutar más la noche”.
Llegamos a destino cerca de las 20:30 del jueves. Estamos en julio y delante de nosotros está el río. El viento sopla y el frío cala hondo, así que decidimos entrar sin demasiado preámbulo. El primer ingreso al lugar es sencillo. Nombre y DNI de la persona que realizó la reserva, sin cacheos ni mayores inconvenientes.
El segundo paso es el registro en la recepción, donde una chica toma los datos, explica el procedimiento y guía a los comensales a la tercera instancia. “Van a tener que dejar el celular, chicos”. Nos hacen pasar de a uno. Hay que entregar el teléfono y el documento físico. No sirven aplicaciones ni fotocopias. Si no tenés el original, te vas.
Entregamos nuestras pertenencias y pasamos a la última instancia: el cacheo. A los varones los revisa un patovica de manual; palpa con vehemencia en busca de cualquier cosa que pueda llegar a hacer volar por el aire lo que pasa ahí adentro.
Pero no se queda ahí: también tiene un detector de metales. Me suenan todos los bolsillos: monedas, el encendedor y la tabaquera, que tiene un cierre imantado. “Mostrame la bolsa de tabaco”, me dice. Se la muestro, comprueba que no tiene nada y me hace pasar.
Detrás de mí, revisan a mi amigo. De todas formas me concentro en la fila de mujeres: a ellas las revisa una guardia que, por lo menos por ahora, no tiene detector de metales. Pasa una, pasan dos. Las palpan, les revisan las carteras. Pero no les pasan el detector.
Controles mediante y ya despojados de nuestros teléfonos, entramos al lugar. El ambiente definitivamente es de boliche, aunque, por lo menos por ahora, nada es demasiado sorprendente. Hay mucha gente pero el lugar no está lleno. Todos están en sus mesas, cabinas o en su box. La luz es tenue y hay una fila de ventanas semiabiertas para que corra algo de aire.Fiesta clandestina
Pedimos dos gin tonic y la carta para comer algo. Es interesante. El menú amplio y exclusivo que tenían promocionado en la web y sus redes está lejos de ser el papel con cuatro opciones que nos ofrecen. Será que la gente no viene a comer, pienso. De todas maneras le hacemos señas a la moza y le pedimos un par de hamburguesas, un cenicero y dos gin tonic más.
A esa altura deben ser las 21, quizás algo más tarde. La música está cada vez más fuerte y las ventanas ya están cerradas. Algunas personas dejan sus mesas y se acercan a la pista de baile. Humo, tragos, luces. La entrada de gente sigue. Los protocolos de ingreso se mantienen tal cual; en el lugar no hay celulares. Llegan las hamburguesas y mientras empezamos a comer, hablar se hace imposible. El volumen sube, los chicos y las chicas definitivamente abandonan sus lugares y copan la pista de baile. No caben dudas: estamos en una fiesta clandestina en uno de los boliches más exclusivos de Buenos Aires.
Mientras nos traen otra tanda de gin tonic, dos chicas con vestidos con azulejos se acercan a la pista con luces de colores en las manos. Detrás de ellas, viene una de las mozas con el logotipo del boliche y dos bengalas a los costados. Las tres se meten en la pista bajo la arenga furiosa del público que baila, y dan la señal.
Máquina de humo, papeles plateados al viento y la música estalla. La pista está repleta. La escena me resulta extraña. Siento que es de otro tiempo, de otra época. Todos los clichés que parecían olvidados están delante de nosotros, que hace unos minutos dejamos nuestra mesa para acercarnos a ver un poco más. Chicos y chicas bailando en grupo, parejas besándose, algún varón intentando seducir a una mujer de manera torpe y ridícula.Fiesta clandestina
La escena se interrumpe de manera abrupta: “¡Barbijos y a la mesa, barbijos y a la mesa!”. Un grupo de patovicas pasa rápidamente entre la gente dando la orden. La luz se prende y la música baja radicalmente de volumen. En un lapso de diez segundos la fiesta se terminó. Todos estamos sentados de nuevo. Aparentemente, afuera hay un par de patrulleros controlando que el lugar cumpla con los protocolos. Ningún policía entra al lugar.
La imagen del boliche cambió por completo y, casi en tándem, también la actitud de los comensales. Del baile y el desenfreno a la charla sentados y el tapabocas puesto. “Voy a la barra a traer otra tanda”, dice mi amigo. Aprovecho para ir al baño.
Cuando salgo, un guardia me frena. “¿Tenés un teléfono ahí?”. Me sorprende. No entiendo si es un tiro al azar intentando agarrar a algún intruso o efectivamente creyó ver que tenía un teléfono. Le digo que no y lo invito a revisarme. Busca preocupado, nervioso. Revisa todos mis bolsillos, me palpa las botamangas y finalmente respira al ver que, en efecto, no tengo nada. “Andá, disculpá”, dice algo más tranquilo. El hecho de que alguien estuviera con un celular lo había aterrado.
Vuelvo a la mesa para contarle lo que había pasado a mi amigo, cuando la escena cambia nuevamente. La música se dispara, las luces se apagan y la gente sale corriendo a la pista. Otra vez las chicas del vestido con azulejos, la moza con el logo y las bengalas y la arenga de todo el boliche.
La noche de la Costanera no se termina, la fiesta no para. El trabajo conjunto para la construcción de la pantomima entre la policía, las autoridades del boliche y el público funcionó perfectamente. Todos tienen claros sus roles y hacen que “la clande” siga.
El par de horas que siguen se mantienen en ese tono. Ya todos saben que no hay peligro, ni real ni ficticio, de una nueva interrupción. Mientras dejamos el lugar y hacemos el “checkout” para recuperar nuestros teléfonos, la música no deja de sonar, el baile sigue y una fila de personas aguarda para poder entrar. A pesar del frío espantoso, se los nota felices y entusiasmados: saben que adentro los espera un boliche exclusivo de Buenos Aires, al que sólo unos pocos tienen acceso. Pero, sobre todo, donde la clandestinidad es acomodada y legal.
Fuente: TN