Cuando hace seis años Jorge Mario Bergoglio fue elegido pontífice sabía que uno de los desafíos que tenía por delante era el de los abusos cometidos por miembros del clero, junto con una renovación del modo de presentar el mensaje religioso, menos centralismo vaticano y más transparencia. Lo que acaso no imaginó es que la cuestión de los delitos sexuales iban a cobrar tanta significación que la suerte de su papado estaría ligada, en una medida no menor, a la eficacia con la que afronte este flagelo.
Además de haber profundizado normas que tomó su antecesor, Benedicto XVI, acerca de cómo debe procederse a partir de una denuncia por abuso contra un sacerdote ante el obispo, Francisco sumó otras acciones como castigar al propio obispo que no observa rigurosamente ese protocolo y crear una comisión que elabore propuestas. Esta semana se concretará su iniciativa acaso más relevante: una cumbre mundial en El Vaticano sobre la protección de los menores.
El papa Francisco calificó a los abusos en dentro de la Iglesia como “un desafío urgente de nuestro tiempo”.
Para el encuentro fueron convocados los presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo – unas 150 – más los superiores de las órdenes y congregaciones religiosas y expertos vaticanos. Serán cuatro días de estudio de la situación que implique una mayor toma de conciencia de esta problemática y, sobre todo, contribuya a un cambio cultural entre los obispos de modo que sean contundentes a la hora de actuar ante una denuncia.
En el pasado, en una actitud más que lamentable, existía el hábito de tratar de tapar los casos y cambiar de destino a los abusadores enviándolos, por caso, a parroquias lejanas. El criterio, absolutamente errado, era “evitar el escándalo”. Todo ello entró en crisis en 2002 cuando estallaron los escándalos en la arquidiócesis de Boston, seguidas por otros en otros países. La Iglesia debió dar un giro de 180 grados.
Aunque algunos son de varias décadas atrás, los casos de abusos cometidos por miembros del clero continuaron explotando. Lo siguen haciendo hasta el día de hoy y nada indica que no saldrán a la luz más casos. Desde que Benedicto XVI tomó intervención la cantidad de estos cayó verticalmente a porcentajes mínimos – al menos las denuncias -, pero obviamente el objetivo es reducirlos a cero.
Más allá de las normas vigentes – más otras que puedan agregarse – y la determinación de asumirlas con energía, una cuestión a explorar seguramente será cómo supervisar mejor a los 5.100 obispos que hay en el mundo. El hecho de que dependen del Papa hace que, pese a cierto seguimiento de organismos vaticanos, se sientan muy libres (Francisco no puede ocuparse de todos ellos).
La expulsión del estado clerical del ex arzobispo de Whasington, Theodore MacCarrik, el primer cardenal que sufre la pena eclesiástica máxima por abusos, es una buena señal en vísperas de la cumbre vaticana de que se avanza en la mentada tolerancia cero. Con todo, Francisco alertó acerca de las expectativas desmesuradas de la cumbre porque el flagelo de los abusos no se resolverá de la noche a la mañana. Sea como fuere, pone mucho en juego esta semana. Acaso buena parte de su pontificado.