El cónclave papal, el proceso por el cual los cardenales de la Iglesia católica eligen al nuevo pontífice, es uno de los rituales más antiguos del mundo. Obispos que ingresan solemnemente a la Capilla Sixtina, puertas que se cierran con llave, votaciones escritas a mano y el humo de una chimenea que anuncia al mundo si hubo o no elección.
En tiempos de inteligencia artificial, vigilancia masiva y comunicación instantánea, el cónclave se mantiene como uno de los pocos eventos verdaderamente analógicos, aunque rodeado de una muralla tecnológica invisible.
Lo que el público no ve, y que rara vez se comunica oficialmente, es que detrás de esa liturgia ancestral se despliega un sistema de alta tecnología destinado a blindar el proceso contra el espionaje, la interferencia externa y las filtraciones digitales.
Antes del inicio del cónclave, y también durante su transcurso, equipos especializados llevan a cabo barridos electrónicos (sweeps) para detectar micrófonos ocultos, cámaras espías o cualquier dispositivo de escucha. Aunque el Vaticano no revela qué entidades participan, expertos en seguridad internacional apuntan a que estos procedimientos cuentan con la colaboración de agencias italianas, como los Carabinieri, además del Cuerpo de Gendarmería, fuerza policial y de seguridad de la Ciudad del Vaticano, y la Guardia Suiza, cuerpo militar encargado de la seguridad de la Santa Sede.
Se trata de una vigilancia activa y continua: cada habitación, cada pasillo, cada rincón del recorrido de los cardenales, se revisa y controla. Los accesos son limitados, las ventanas se sellan y cubren con materiales opacos para evitar que, desde afuera, drones, cámaras con teleobjetivos e incluso satélites puedan obtener imágenes de lo que ocurre allí dentro. Y cualquier elemento que pueda registrar información, incluso por accidente, es neutralizado o retirado.
El objetivo es que la Capilla Sixtina y la Casa Santa Marta, donde se alojan los cardenales electores, funcionen como islas fuera del mundo digital.

Así, durante un cónclave, el Vaticano se convierte en un espacio completamente sellado. La prioridad es clara: impedir cualquier fuga de información: una sola foto o audio filtrado podría comprometer la legitimidad de todo el proceso.
Para lograr el aislamiento total, se aplica un bloqueo de señales electrónicas mediante jammers: dispositivos que interfieren con las comunicaciones móviles, Wi-Fi, Bluetooth, satelitales y cualquier otro canal de transmisión inalámbrica.
A esto se suma una capa de blindaje electromagnético,una especie de jaula de Faraday que puede aplicarse en zonas críticas, diseñada para impedir tanto la entrada como la salida de ondas electromagnéticas.
A nivel logístico, se utilizan sistemas informáticos desconectados de internet (air-gapped) para la gestión interna del cónclave. Estos equipos pueden coordinar desde la asignación de habitaciones hasta los horarios de traslados dentro del Vaticano, todo sin ningún riesgo de hackeo externo.
Si bien no hay confirmaciones oficiales, se presume que los accesos a áreas sensibles pueden estar protegidos con lectores de tarjetas digitales o tecnologías biométricas, siempre dentro de un circuito cerrado.
Además, no está permitido ningún dispositivo personal. Teléfonos, relojes inteligentes, tablets y laptops deben ser entregados y guardados bajo estricta custodia. El aislamiento no es solo simbólico: es físico y digital.
En cuanto a la vigilancia y control, hay 650 cámaras activas en los espacios comunes del Vaticano, como pasillos, entradas y patios, conectadas a un centro de control subterráneo. Sin embargo, no se permite ninguna cámara dentro de la Capilla Sixtina mientras se realizan las votaciones. Allí, el aislamiento es absoluto.
Las únicas personas autorizadas a estar presentes son los cardenales electores, el maestro de ceremonias y algunos técnicos que preparan el lugar antes del inicio, tras lo cual deben salir.
Una vez que se cierra la puerta con el famoso extra omnes (es decir, todos fuera), el silencio se vuelve total, no solo por respeto espiritual sino como parte de un protocolo de alta seguridad.
Paradójicamente, la señal más esperada del cónclave sigue siendo una de las más antiguas: el humo que sale de la chimenea de la Capilla Sixtina. No obstante, incluso esta tradición se benefició de la ciencia moderna.
En el pasado, la confusión era común, especialmente con humo grisáceo o en días nublados. Pero desde 2005 el Vaticano comenzó a utilizar sustancias químicas específicas para garantizar que el color del humo sea claramente distinguible:negro si no se llega a una decisión, blanco si habemus papam.
Hoy, una mezcla de carbón, alquitrán y otras sustancias produce el negro oscuro, mientras que una combinación de perclorato de potasio, antraceno y azufre asegura el blanco brillante. Un humo blanco que, cuando aparezca en el cielo, no solo señalará que los cardenales eligieron al nuevo papa, sino que indicará que el complejo operativo tecnológico invisible que protege el cónclave tuvo éxito.