En Fournier al 2900, donde el agua dejó huellas profundas tras la catástrofe climática de marzo, una casa se convirtió en refugio, olla popular y trinchera. Allí, entre el barro y la esperanza, Rosita lidera con coraje el merendero Sembrando Sonrisas, un espacio que, a pesar de los daños materiales, sigue siendo un sostén para decenas de chicos y familias del barrio.
“Hoy estamos un poco más aliviados, gracias a Dios”, cuenta Rosita. “Ya no tenemos que cruzar todo hasta la plaza con las viandas, la ropa, las ollas… Hacíamos un zigzag entre los charcos, pero ahora al menos podemos trabajar un poco más tranquilos”. Aunque el lugar donde funciona el merendero aún está insalubre y no puede abrir sus puertas como antes, la actividad continúa desde su propia casa. “Los nenes ya pueden venir de a poco, mientras seguimos tratando de solucionar todo lo que se rompió”.
El agua no tuvo piedad. “Tuvimos mucho daño. Las sillas, que ya estaban deterioradas, se rompieron. Perdimos muebles, ropa, muchas cosas. Pero lo más importante son los chicos. Ellos siempre están primero”, dice Rosita, que además destaca cómo, en medio del desastre, aparecieron personas solidarias: médicos, maestras, vecinos y donantes anónimos.
“Una vez cocinamos 12 docenas de empanadas en la plaza. Un chico que tenía una fábrica de pastas trajo todo: discos, ingredientes, hasta tortas fritas. No tuvimos que comprar nada. Fue impresionante”. A pesar de que hoy la producción bajó un poco, el fuego de la cocina sigue encendido. Y también el del compromiso.
“Somos un equipo chico, pero enorme en ganas. Tres mujeres que venimos de distintos barrios, y que acá nos encontramos para sostener esto juntas”. Rosita, que antes de todo esto trabajaba como portera en una escuela, recuerda las palabras de un profesor que alguna vez le dijo con humor: “¿Vos qué te creés, la Madre Teresa de Calcuta?” Hoy, esa anécdota resuena con fuerza. “Creo que Dios me venía preparando desde entonces”, dice, entre risas y emoción.
